Papá, no te rindas, ¡pronto será Navidad!
No acierto a recordar el tiempo
en que comenzó a quejarse de dolores en el costado izquierdo y mareos. Todos
los días. Él nunca había sido de ir al médico pero, por entonces, y me remito a
años atrás, acudió una y otra vez a la consulta. En esas visitas nunca se le
dio importancia alguna, ni una sola derivación a especialistas, ni pruebas, ni
nada: medicación para los gases, analgésicos, y algún fármaco de esos que
inhiben la ansiedad, o para las jaquecas.
Con el paso del tiempo empezó a
tener problemas para caminar, despacito y torpe hasta el punto de caerse en la
calle en varias ocasiones. En una de ellas se rompió una pierna que nadie quiso
operar, por su edad dijeron, y que nunca recuperó bien.
Pese a todo, papá siguió paseando
por las mañanas hasta que llegó la pandemia, y con ella el confinamiento. En
esos meses se limitó a subir y bajar las escaleras del portal y recorrer el
pequeño pasillo de casa, hasta que un día se cayó, y otro, y otro más, y dejó
de andar. Decía que no era capaz, que las piernas no respondían.
Le llevábamos como podíamos a la
consulta de su médico de cabecera. Normalmente nuestro vecino, puesto que
nosotros estábamos trabajando, cargaba con él y le llevaba en su coche porque en
el centro de salud no nos autorizaban una ambulancia, alegando que él no estaba
impedido. Y tardaron mucho, muchísimo tiempo en enviarle a un especialista.
Tanto que tuvimos que llevarle varias veces, infructuosamente, a urgencias.
Pronto llegó el siguiente estadio:
pérdida de control de esfínteres. Ya no caminaba y, debido a su peso -siempre
fue un hombre fuerte- era muy difícil moverle. Y por fin conseguimos una
ambulancia para llevarle al hospital: pruebas muy básicas de alzhéimer y poco
más. En el Hospital Clínico de Valladolid dijeron que debía verle un neurólogo
pero que, como no tenía cuarenta años, lo que le sucedía era poco menos que
normal. Le dieron el alta médica y a casa.
Sin salir de nuestro asombro
tuvimos que contratar un servicio de asistencia para que fuesen tres veces al
día a casa a atender a nuestro padre. Aseo, cambios posturales, cura de llagas,
etc. Somos humildes pero, por suerte, somos varios hermanos y, echando cuentas,
entre todos podíamos costearlo.
En pocos días papá empeoró; había
perdido mucho peso, apenas comía y tenía muchos dolores. Volvimos a llevarle de
urgencia al hospital donde, finalmente, decidieron ingresarle y hacerle pruebas
de verdad.
Demasiado tiempo perdido. Pruebas
concluyentes: una masa tumoral que le oprimía la médula le estaba impidiendo
caminar y le había hecho perder el control de la zona inferior del cuerpo.
Operación recomendada.
Nos reunimos con el neurocirujano
que, esperanzado, nos comentó que, una vez extraído el bulto, en pocos días
podría sentarse y en semanas volver a caminar. Incluso asistir por su propio
pie a las sesiones de radio o quimioterapia, lo que correspondiera.
La sorpresa fue que, durante la
intervención, encontraron una metástasis que procedía del pulmón y, pese a que
la operación teóricamente fue bien, el daño era mayor de lo esperado.
Más sorpresas, porque las había:
a los pocos días de la operación nos dicen que le dan el alta, sin llevar a
cabo la segunda parte del tratamiento (radioterapia), sin ningún tipo de
rehabilitación, y siendo conscientes de que él está igual, que no se puede
mover.
Nos hablan de residencias privadas
en las que podemos ingresarle, porque no nos corresponde un sitio público, y
nos dan carpetazo.
Desasistidos, impotentes,
ojipláticos y apesadumbrados, tuvimos que buscar un lugar para ingresar a
nuestro padre, a nuestro criterio, en el que apenas nos dejaban visitarle
durante una hora al día y a cuyo personal debíamos confiar plena y ciegamente
sus cuidados. Por su puesto, reservando una parte de nuestro salario, y no
poca, para ello. Aunque en ese punto para nosotros el dinero era lo menos
importante.
Los servicios sanitarios del
Hospital Clínico de Valladolid se desentendieron de mi padre hasta el punto de
que ni siquiera le aplicaron las sesiones de radioterapia que aconsejaron tras
la intervención. Dijeron que el primer día se puso muy nervioso y que, total,
no merecía mucho la pena…
Respecto a la posibilidad de
caminar, de sentir la zona inferior de su cuerpo, el neurocirujano, en petit
comité, nos espetó que habría existido si la operación hubiera sido practicada durante
la primera etapa de síntomas. No se acordaba de que no le habían aplicado el
tratamiento prescrito ni la rehabilitación. No pensó en las veces que habíamos
acudido a urgencias, en las consultas de mi padre a su médico de cabecera o en
las caídas. Simplemente lo espetó. Al fin y al cabo no era su padre; no era su
abuelo, ni su hermano. No era nadie.
Desde entonces, mayo del
presente, nuestro querido viejo estuvo trasegando de la residencia al Hospital
Universitario Río Hortega -en el Hospital Clínico ya no le volvieron a recibir-,
y vuelta, porque en la residencia no podían procurarle todos los cuidados que
necesitaba y, cada poco tiempo, le ingresaban de urgencia en el hospital,
llagado, infectado, desnutrido, extenuado, casi inánime. Y en el hospital le
aplicaban tratamientos paliativos, pero a la mínima mejoría le devolvían a la
residencia, indicando siempre que papá estaba bien, que no era preciso
mantenerlo hospitalizado.
Nuestro padre se llamaba
Francisco Melanio y se encontraba en la última fase de su enfermedad; se notaba
en sus ojos vidriosos y su mirada perdida. Postrado en cama, necesitaba
compañía y cuidados. Cada viaje de un sitio a otro suponía un trocito arrancado
de lo poco que le quedaba. Y mientras el bicho continuaba su labor, el dolor
aumentaba, y papá se apagaba, ellos, los hipocráticos, los que salvan vidas, se
daban prisa por quitárselo de encima: hoy en la residencia, por la noche en el
hospital para, en la mañana, devolverle a la residencia y vuelta a empezar.
Nadie quería atenderlo, nadie. Me pregunto qué habrían hecho si se hubiera
tratado de su familia.
El día 6 de octubre de 2021 papá
se rindió, dejó de respirar, y dejó de sufrir. No llegó a la Navidad mi papaíto.
Afortunadamente todos pudimos despedirnos de él y siento que él también de
nosotros. Y ahora que sólo nos queda vacío, tristeza y dolor, ¿a quién pedimos
cuentas por tanta negligencia? ¿A quién? ¿A Dios?
Para el sistema sanitario sólo
era un paciente más, un paciente menos, un señor mayor que se quejaba
continuamente a su médico de cabecera de dolores “normales”, que acudía a
urgencias cuando se caía “normalmente”, y que resultó tener un cáncer “normal”
a su edad.
Ellos, los que no quisieron prestar atención a las señales, no tendrán remordimientos porque no recordarán quién era, porque no era su padre, porque no era su abuelo ni su hermano. Porque no era nadie.
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