Papá, no te rindas, ¡pronto será Navidad!

Mi padre tenía 83 años y, si su enfermedad no lo hubiera impedido, en diciembre cumpliría 84. En el brindis de Navidad siempre decía: “A ver si llegamos a la siguiente”.

No acierto a recordar el tiempo en que comenzó a quejarse de dolores en el costado izquierdo y mareos. Todos los días. Él nunca había sido de ir al médico pero, por entonces, y me remito a años atrás, acudió una y otra vez a la consulta. En esas visitas nunca se le dio importancia alguna, ni una sola derivación a especialistas, ni pruebas, ni nada: medicación para los gases, analgésicos, y algún fármaco de esos que inhiben la ansiedad, o para las jaquecas.

Con el paso del tiempo empezó a tener problemas para caminar, despacito y torpe hasta el punto de caerse en la calle en varias ocasiones. En una de ellas se rompió una pierna que nadie quiso operar, por su edad dijeron, y que nunca recuperó bien.

Pese a todo, papá siguió paseando por las mañanas hasta que llegó la pandemia, y con ella el confinamiento. En esos meses se limitó a subir y bajar las escaleras del portal y recorrer el pequeño pasillo de casa, hasta que un día se cayó, y otro, y otro más, y dejó de andar. Decía que no era capaz, que las piernas no respondían.

Le llevábamos como podíamos a la consulta de su médico de cabecera. Normalmente nuestro vecino, puesto que nosotros estábamos trabajando, cargaba con él y le llevaba en su coche porque en el centro de salud no nos autorizaban una ambulancia, alegando que él no estaba impedido. Y tardaron mucho, muchísimo tiempo en enviarle a un especialista. Tanto que tuvimos que llevarle varias veces, infructuosamente, a urgencias.

Pronto llegó el siguiente estadio: pérdida de control de esfínteres. Ya no caminaba y, debido a su peso -siempre fue un hombre fuerte- era muy difícil moverle. Y por fin conseguimos una ambulancia para llevarle al hospital: pruebas muy básicas de alzhéimer y poco más. En el Hospital Clínico de Valladolid dijeron que debía verle un neurólogo pero que, como no tenía cuarenta años, lo que le sucedía era poco menos que normal. Le dieron el alta médica y a casa.

Sin salir de nuestro asombro tuvimos que contratar un servicio de asistencia para que fuesen tres veces al día a casa a atender a nuestro padre. Aseo, cambios posturales, cura de llagas, etc. Somos humildes pero, por suerte, somos varios hermanos y, echando cuentas, entre todos podíamos costearlo.

En pocos días papá empeoró; había perdido mucho peso, apenas comía y tenía muchos dolores. Volvimos a llevarle de urgencia al hospital donde, finalmente, decidieron ingresarle y hacerle pruebas de verdad.

Demasiado tiempo perdido. Pruebas concluyentes: una masa tumoral que le oprimía la médula le estaba impidiendo caminar y le había hecho perder el control de la zona inferior del cuerpo. Operación recomendada.

Nos reunimos con el neurocirujano que, esperanzado, nos comentó que, una vez extraído el bulto, en pocos días podría sentarse y en semanas volver a caminar. Incluso asistir por su propio pie a las sesiones de radio o quimioterapia, lo que correspondiera.

La sorpresa fue que, durante la intervención, encontraron una metástasis que procedía del pulmón y, pese a que la operación teóricamente fue bien, el daño era mayor de lo esperado.

Más sorpresas, porque las había: a los pocos días de la operación nos dicen que le dan el alta, sin llevar a cabo la segunda parte del tratamiento (radioterapia), sin ningún tipo de rehabilitación, y siendo conscientes de que él está igual, que no se puede mover.

Nos hablan de residencias privadas en las que podemos ingresarle, porque no nos corresponde un sitio público, y nos dan carpetazo.

Desasistidos, impotentes, ojipláticos y apesadumbrados, tuvimos que buscar un lugar para ingresar a nuestro padre, a nuestro criterio, en el que apenas nos dejaban visitarle durante una hora al día y a cuyo personal debíamos confiar plena y ciegamente sus cuidados. Por su puesto, reservando una parte de nuestro salario, y no poca, para ello. Aunque en ese punto para nosotros el dinero era lo menos importante.

Los servicios sanitarios del Hospital Clínico de Valladolid se desentendieron de mi padre hasta el punto de que ni siquiera le aplicaron las sesiones de radioterapia que aconsejaron tras la intervención. Dijeron que el primer día se puso muy nervioso y que, total, no merecía mucho la pena…

Respecto a la posibilidad de caminar, de sentir la zona inferior de su cuerpo, el neurocirujano, en petit comité, nos espetó que habría existido si la operación hubiera sido practicada durante la primera etapa de síntomas. No se acordaba de que no le habían aplicado el tratamiento prescrito ni la rehabilitación. No pensó en las veces que habíamos acudido a urgencias, en las consultas de mi padre a su médico de cabecera o en las caídas. Simplemente lo espetó. Al fin y al cabo no era su padre; no era su abuelo, ni su hermano. No era nadie.

Desde entonces, mayo del presente, nuestro querido viejo estuvo trasegando de la residencia al Hospital Universitario Río Hortega -en el Hospital Clínico ya no le volvieron a recibir-, y vuelta, porque en la residencia no podían procurarle todos los cuidados que necesitaba y, cada poco tiempo, le ingresaban de urgencia en el hospital, llagado, infectado, desnutrido, extenuado, casi inánime. Y en el hospital le aplicaban tratamientos paliativos, pero a la mínima mejoría le devolvían a la residencia, indicando siempre que papá estaba bien, que no era preciso mantenerlo hospitalizado.

Nuestro padre se llamaba Francisco Melanio y se encontraba en la última fase de su enfermedad; se notaba en sus ojos vidriosos y su mirada perdida. Postrado en cama, necesitaba compañía y cuidados. Cada viaje de un sitio a otro suponía un trocito arrancado de lo poco que le quedaba. Y mientras el bicho continuaba su labor, el dolor aumentaba, y papá se apagaba, ellos, los hipocráticos, los que salvan vidas, se daban prisa por quitárselo de encima: hoy en la residencia, por la noche en el hospital para, en la mañana, devolverle a la residencia y vuelta a empezar. Nadie quería atenderlo, nadie. Me pregunto qué habrían hecho si se hubiera tratado de su familia.

El día 6 de octubre de 2021 papá se rindió, dejó de respirar, y dejó de sufrir. No llegó a la Navidad mi papaíto. Afortunadamente todos pudimos despedirnos de él y siento que él también de nosotros. Y ahora que sólo nos queda vacío, tristeza y dolor, ¿a quién pedimos cuentas por tanta negligencia? ¿A quién? ¿A Dios?

Para el sistema sanitario sólo era un paciente más, un paciente menos, un señor mayor que se quejaba continuamente a su médico de cabecera de dolores “normales”, que acudía a urgencias cuando se caía “normalmente”, y que resultó tener un cáncer “normal” a su edad.

Ellos, los que no quisieron prestar atención a las señales, no tendrán remordimientos porque no recordarán quién era, porque no era su padre, porque no era su abuelo ni su hermano. Porque no era nadie.

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